miércoles, 13 de abril de 2011

Capítulo II

Secretos, encuentros, sonrisas...

El sol incidía, ardiendo, en su espalda y en su nuca, haciendo que el trabajo resultara aún más arduo de lo que ya lo era.

La muchacha se apartó el largo pelo azabache de la parte posterior de su cuello y se incorporó durante unos segundos, soltando un suspiro de cansancio y retirándose el sudor de la frente. Luego, sin quejarse, volvió a la tarea de recoger el trigo. Pronto tendría toda la cosecha recogida y podría hacer lo que realmente le gustaba, ponerse en la calle central y vender el pan recién hecho, le encantaba vender, le entusiasmaba el ambiente que había en el pueblo.

Hacer buenos negocios, regatear y, lo mejor, administrar bien el dinero junto con relacionarse con la gente, era lo más emocionante para ella. Siempre le había gustado trabajar con números y con gente y eso le ofrecía las dos cosas. Probablemente ser señor feudal o conde también selo ofreciera, pero ella había nacido siendo campesina y, además, mujer, las posibilidades, por mucho que le pesara, eran nulas.

Suspiró de nuevo, solo le quedaba un cuarto de hectárea. El trabajo estaría terminado esa jornada, casi de seguro.

Aceleró el ritmo, quería acabar eso cuanto antes. Estaba recogiendo las últimas briznas de trigo cuando oyó como su madre la llamaba.

-          ¡Iritia! ¡Hora de comer!

-          ¡Ya voy mamá! – gritó en respuesta la muchacha.

Puso los últimos brotes en la cesta de mimbre que tenía a su lado y se encaminó, cargando con el pesado cesto, hacia la casa que estaba al lado del campo de trigo. Cuando llegó dejó el saco en el establo y acarició a su yegua, Daisy. No era un caballo pura sangre ni nada por el estilo, pero la ayudaba a arar la tierra y la servía de compañía cuando su madre debía irse. Que era bastante a menudo.

Entró en la casa por la puerta trasera y le llegó, nada más atravesar la puerta, el olorcillo de la sopa de su madre. Se le retorcieron las tripas por el hambre.

-          ¡Niña! ¿Eres tú? – preguntó con una nota de terror, siempre pasaba lo mismo. Por muchos años que llevaran allí, su madre siempre tenía miedo de que alguien pudiera entrar.

-          Sí madre. ¿Quién si no?

-          Deja de hacer preguntas tontas y ven a comer que te estás quedando como un palillo y así no te querrá ningún mozo. – le replicó mientras se sentaba y le ponía un cuenco en el sitio en el que ella debía comer.

-          No quiero casarme, madre, ya se lo he dicho muchas veces. Me apaño bien por mí misma, no necesito a ningún hombre que me diga lo que debo hacer ni que me tome como una posesión suya. – respondió la joven con acritud y seriedad.

-          No es si quieres o no, la cuestión es que te vas a casar, te estoy dando a elegir, puedes decidir con quién pero, escúchame bien jovencita – le dijo al ver que ella había agachado la cabeza e intentaba no escucharla – cuando tengas diecinueve años te casaré yo si no has elegido aún pretendiente, avisada quedas.

-          ¡Por Dios, madre! ¡Tengo diecisiete años!

-          Ya deberías estar casada, o, por lo menos, prometida. Fin de la discusión. – terminó severamente la mujer.

Iritia miró fijamente a su madre, aguantándole la mirada.

Era una mujer recia y fuerte, de hombros anchos y caderas grandes. No era muy alta, ella le sacaba más de una cabeza, claro que la muchacha era una de las jóvenes más altas del pueblo. Su madre era bajita y tenía el pelo rubio oscuro, como si un montón de ceniza le hubiera caído en la cabeza y tiznado el pelo. Sus ojos eran pardos y pequeños, siempre cautelosos y vivos, aunque parecían poseer un velo perenne de tristeza.

Tenía pequeñas arrugas en la zona del rabillo del ojo y gruesos pliegues surcaban su rostro curtido por el sol. Probablemente había sido una joven hermosa y despampanante, algo de eso seguía ahí, pero bañado por el efecto impasible de la edad.

La mujer, que tenía unos cincuenta y tantos años, miró cautelosamente a su hija. Era guapa, eso era innegable. Alta y delgada como un junco, quizás demasiado, si seguía así se la llevaría el aire de lo delgada que estaba. Su cara era un pequeño óvalo enmarcado por su larga melena negra y lisa, la cual le llegaba ya hasta la cintura. La mujer había intentado cortársela como llevaba haciendo desde que era pequeña; pero, últimamente, la muchacha no había cedido a ello.

Tenía los ojos azules, muy azules, tanto como el cielo. Eran grandes y estaban llenos de vida, alegría y tesón. Era terca como una mula pero dulce y suave como la miel cuando quería, cuando no, podía ser más ácida que el mismo limón. Ella siempre intentaba reñirla y hacer que su afilada lengua se contuviera; pero la joven hacía oídos sordos y, muchas veces, se encontraba en grandes problemas por sus ganas de decir lo que pensaba sin tapujos. Algo que no le estaba permitido, no si quería vivir sin problemas.

La mujer llevaba consigo el secreto de esa niña, ahora muchacha, un secreto que ni la misma joven sabía. Esa caída se había llevado, hacía ya mucho tiempo, los recuerdos de la, entonces, pequeña niña. Cuando la niña se había despertado, creyó, inmediatamente, que quien tenía delante era su madre, y, la mujer, tan deseosa como había estado de tener un hijo, no había podido contradecirla nunca. Esperaba llevarse el secreto a la tumba; aunque eso repercutiera en demasiadas cosas.

Después de haberse estado observando cautelosamente la una a la otra, Iritia se levantó pausadamente, dejó su cuenco vacío en la encimera y se marchó al molino.

La mujer suspiró, esa niña sería siempre tan terca como su padre pero tan buena de corazón como su madre. Miró al cielo y rezó, como siempre hacía, porque no tuvieran que volver a encontrarse con los encapuchados a los que ella misma engañó.

Iritia había llegado, con una carga abundante de trigo en su cabeza, al molino del pueblo. Llevaba, en un bolsillo oculto de su faldón, unas cuantas monedas para pagar al molinero, con suerte, volvería pronto a casa y podría empezar a cocer el pan mañana, y, por la mitad del día siguiente podría venderlo.

Cuando llegó al molino se encontró con que el hombre que siempre estaba allí, hoy había decidido retrasarse. 
El señor Welson no solía llegar tarde a su puesto nunca, siempre estaba allí cuando el sol llegaba a la mitad de su recorrido.

La muchacha miró al cielo y se dio cuenta que era ella la que había llegado pronto y no el molinero tarde. Al sol le faltaba una cuarta para estar en el centro, así que se sentó en la rivera del río que pasaba allí cerca y esperó pacientemente a que fuera algo más tarde.

Dejó el cesto de mimbre a su lado y se dispuso a lavarse un poco la cara y la nuca, quería refrescarse. Se arrodilló y metió las manos en el agua cristalina y fresca. Se mojó la cara, se apartó el pelo y con una mano se echó agua en el cuello. Se sentía algo mejor, tenía demasiado calor.

En ese momento notó como alguien la observaba. Abrió rápidamente los ojos y se giró velozmente. Sus azules esferas se toparon con una figura alta y semioculta entre los matorrales. La sombra estaba agazapada, ella entrecerró sus ojos e intentó vislumbrar qué o quién era.

-          ¡Sal de ahí! – le gritó al desconocido.

Ella escuchó una risa entrecortada en respuesta, pero la sombra hizo lo que le había pedido y se enderezó, avanzó hasta ella y se puso a cierta distancia, pero ya le daba el sol y ella pudo ver que era un hombre apuesto. Mucho a decir verdad.

Era de espaldas anchas y fuertes, piernas largas y ágiles y tenía un pelo rubísimo, que relucía aún más cuando los rayos del sol lo inundaban. Su cara era como la de una estatua de mármol, con mandíbulas anchas y, a la vez, tenía dulzura en su rostro. Sus pestañas eran largas y enmarcaban unos ojos miel preciosos.

Iritia se quedó sorprendida de la belleza del joven, miró a sus ojos y quedó encantada. Sintió como una ola de calor y felicidad la inundaba. Ese joven, con una sola mirada, sin haber dicho ni una palabra, la había hechizado. Así sin más. Y ella supo que estaba perdida.

Entonces, él, abrió la boca, pronunció tres palabras estúpidas y ególatras y lo estropeó todo.

-          Puedes cerrar la boca, te entrará alguna mosca que esté de paso – dijo con chulería el muchacho.

-          Y a ti puede que te entre dolor de cabeza de tan subidos que tienes los humos – respondió ella con acidez cogiendo el cesto y levantándose para irse hacia el molino.

-          ¡Eh, espera! – le gritó él.

La muchacha paró y le miró por encima de su hombro, sin darse la vuelta.

-          ¡Dime tu nombre!

-          ¿Para qué lo quieres saber? – le preguntó ella con desdén.

-          Para saber a qué ángel rezar por la noche – respondió con una sonrisa de suficiencia el chico.

Ella se fue agitando la cabeza y sin responder al apuesto desconocido. Interiormente se iba riendo por la frase tan bien pensada del joven.

-          ¡Por si te interesa el mío es Ethan! – le gritó cuando ya casi no le escuchaba.

Iritia llegó al molino aún riéndose y con las mejillas encendidas por la conversación con Ethan. El señor Welson se dio cuenta, pero no dijo nada. La juventud podía estar contenta por tantas cosas y él sabía que la testaruda Iritia no se dejaba encandilar por ningún muchacho de la zona, era demasiado independiente y crítica, podría haber sido reina, porque con ese carácter.

La joven se despidió del molinero y llegó a su casa, se recogió el pelo con un lazo y se puso a hornear el grano molido en el horno de la fragua que había cerca del establo. Eso sí, no dejó de pensar en si volvería a ver a Ethan, ese muchacho la había intrigado demasiado…

lunes, 11 de abril de 2011

Capítulo I

Encapuchados y sombríos

-          ¡Iritia! – se escuchó gritar a una voz femenina. - ¡Iritia!

      Una mujer corría con expresión de pánico hacia una pequeña figura escondida entre los matorrales. La pequeña niña temblaba de miedo e intentaba acurrucarse todo lo que podía sobre sí misma, pegándose, a su vez, a la dura corteza del árbol que tenía detrás.

-          ¡Iritia! – volvió a gritar la mujer que corría al encontrar a la pequeña en aquel estado. - ¡Reacciona, niña, tenemos que irnos de aquí, ahora!
    
      Al ver que la niña seguía sin reaccionar, la mujer miró a ambos lados con los ojos como si fueran saltamontes, desplazándose de un lado a otro a una velocidad asombrosa, barriendo toda la pradera en segundos.

      Después de recorrer con la mirada todo el paisaje se volvió hacia la niña y la zarandeó intentando que entrara en reacción. No surtió efecto. La pequeña parecía en shock. Algo la había traumatizado hasta ese punto de pánico.

-          ¡Iritia, vamos! – le volvió a gritar con desesperación la mujer - ¡Alteza, por favor, responda!

      Por fin, la niña pareció reaccionar después de varios intentos por parte de la mujer. La cual la abrazó sollozando y la cogió de la mano. La pequeña no entendía mucho la situación, solo sabía que tenía miedo, mucho miedo y que ese sitio era seguro para ella. Sobre todo después de ver cómo  gritaba su madre y su padre intentaba protegerlas a ambas. Ella había salido corriendo porque su madre la había empujado hacia un pequeño túnel secreto.

      La mujer, ataviada con un vestido de lino grueso, característico de la servidumbre de la corte, la seguía zarandeando mientras miraba de un lado a otro, parecía esperar a alguien. Tiró de nuevo de la pequeña mano instándola a andar con prontitud. Ella sabía que ya habían perdido muchísimo tiempo, y que la niña había logrado escapar de ese horror gracias a su madre y a su gran instinto. Pero ahora tenían que huir de allí o el tiempo que habían ganado habría sido en balde, y la muerte de su marido también.

      La mujer dejó ir una lágrima por el recuerdo que eso le había provocado. Tener que ver como su marido, con solo sus manos desnudas, se enfrentaba a varios hombres encapuchados y armados con largas y afiladas espadas había sido demasiado para ella. Lo único que le había podido decir antes de morir había sido “Te amo. Sálvala, la quieren a ella”. Y, entonces, había comenzado a correr como si tuviera al demonio detrás de sus talones; aunque le había dado tiempo a responderle con otro “te amo” igualmente cargado de sentimientos.

      Volvió a tirar de la mano de la niña, haciendo que se levantara y comenzara a andar. Después de otra mirada hacia atrás comenzaron a correr mientras empezaba a escucharse un rumor de cascos de caballos al galope.

-          ¡Oh, Dios mío! – exclamó atemorizada la mujer intentando aumentar el ritmo.

      Pero las pequeñas piernecitas de la niña no la permitían ir más rápido y los jinetes encapuchados se les iban acercando peligrosamente.

      Cuando estuvieron casi a la altura de ellas, uno soltó una tremenda risotada que inundó los corazones de la niña y la mujer de miedo y les dio fuerza para intentar correr con más velocidad.

      No había escapatoria. La mujer miró hacia atrás, los tenían prácticamente encima. Miró hacia el lado, el bosque. ¡Eso es!, pensó. Y llevó a la niña en volandas hacia la espesura.

      Los jinetes las seguían, pero entre tantos árboles y musgo no podían llevar a sus caballos al galope, como sí lo habían hecho en la pradera.

      Entonces, cuando la mujer creía que lo iban a conseguir, la niña tropezó con una de las raíces, con tan mala suerte que fue a parar su pequeña cabecita contra una roca que había en medio del suelo, haciendo que la pequeña perdiera el conocimiento.

-          ¡No! – volvió a gritar la mujer preocupada, tanto por la niña como por los jinetes. - ¡Iritia, despierte! Por favor…

-          ¡Apártese, mujer! – exclamó una voz gruesa detrás de ella, haciendo que se girara a encararla y, con su cuerpo, proteger así a la inconsciente Iritia. - ¡Y no la haremos daño!

-          ¡La tocaréis por encima de mi cadáver, desalmados! – le gritó valerosamente en respuesta la mujer.

      Había cuatro jinetes enmascarados montados en garañones negros, parecían los cuatro jinetes del apocalipsis, y el reguero de dolor que habían dejado atrás no hacía sino afirmar su parecido con esos jinetes abominables.

-          ¡Deje libre nuestro camino, denos a la niña y no le haremos daño! – repitió uno de ellos, parecía muy joven.

-          ¡La niña es mi hija! – mintió rápidamente la mujer.

-          ¡No mienta! – volvió a gritar el joven - ¡Sabemos quién es, así que dénosla!

-          ¡No! – gritó la mujer con desesperación - ¡Es mi hija! ¡Lo juro!

      Uno de los caballos, el más oscuro de ellos, avanzó y estuvo a punto de pisar con sus grandes pezuñas a la mujer, la cual, estoicamente, se mantuvo en su sitio sin moverse un centímetro.

-          Está bien, mujer. – anunció el más mayor – Si la niña tiene la señal de nacimiento que la caracteriza en el hombro, es nuestra y estáis muertas, si no, nos iremos como si no hubiéramos estado aquí.

      La mujer tragó en grueso, la descubrirían. La niña tenía esa marca en el hombro izquierdo, desde pequeña la tenía, un lunar blanco en forma de luna. Solo tenía una opción, enseñarles el hombro derecho con decisión.

-          De acuerdo.

      Con eso cogió a la niña y les enseñó con seguridad el hombro derecho, limpio, sin marcas. Los caballeros dudaron, estaban completamente seguros de que esa niña era la que buscaban, pero, no había duda, no tenía la marca característica.

-          Ha tenido suerte, nos iremos ahora, continúe su camino y no mire atrás, pues puede que sea lo último que haga. – la amenazó duramente el anciano.

      Y con eso se fueron. La mujer suspiró de alivio y estuvo escuchando atentamente hasta que las quejas del joven encapuchado se acallaron y todo volvió a estar en silencio, en ese momento, con algo menos de pesar en su corazón y con menos angustia, comenzó un camino sin saber dónde lo terminaría.

      Y la niña, la cual iba dormida en sus brazos, tampoco tenía idea alguna de cuál sería su futuro, uno lleno de determinación e ideales…