domingo, 5 de junio de 2011

Capítulo IV

No sabéis nada...

El muchacho llegó justo a tiempo a donde estaba Iritia para coger a la joven y evitar que se diera un golpe en la cabeza al impactar con el suelo.

Ethan la alzó rápidamente y se la llevó, mientras la joven estaba inconsciente, al pequeño granero que había visto anexionado a la casa, al que se accedía por una pequeña puerta, tan pequeña que tuvo que agachar la cabeza para evitar darse contra la jamba, situada en la cocina.

Cuando entró se encontró de bruces frente a una yegua de buen porte. Dejó a la muchacha escondida entre varios cestos de paja y trigo y volvió a entrar en la casa mientras que el ruido de cascos se hacía cada vez más acuciante.

No sabía por qué había hecho lo que acababa de hacer pero había sentido la necesidad de proteger a Iritia, Susanne, o como se llamara, y una parte interior sabía que los sonidos de cascos no eran buena señal. Él había estado en varias batallas y reconocía la brutalidad de los caballeros si la veía, y lo que había pasado en esa casa no era obra de unos simples campesinos, si no de crueles hombres bien armados.

Mientras intentaba recolocar las tablas del suelo, la puerta se abrió de forma estrepitosa, mostrando a cuatro hombres encapuchados y vestidos completamente de negro. Al verle allí de pie se quedaron, por un momento, sorprendidos.

-          ¿Quién eres? – le preguntó uno de ellos, el que se había colocado de forma central, adoptando la postura del líder.
-          Ethan de Tromsbury, hijo del duque de Tromsbury y caballero del rey, ¿quiénes sois vosotros?
-          Esa pregunta no tiene porqué ser contestada – volvió a hablar el del medio, parecía el más mayor, los demás eran de la edad de Ethan o, como mucho, alguno un poco mayor que él. – lo que nos interesa es dónde está la chica.
-          ¿Qué chica? – preguntó pareciendo ignorante Ethan.
-          Caballero de Tromsbury, no nos haga perder el tiempo, sabemos que esa mujer tenía una hija, y sabemos que ya debería haber llegado, en cambio nos hemos encontrado con usted rebuscando entre las tablas del suelo. Así que, si no sabe nada, que no llego a creérmelo, salga de aquí ya, y si lo sabe dígalo.
-          Está bien, os diré dónde está la muchacha si me decís porqué la buscáis.

Los hombres se pusieron a debatir silenciosamente; aunque uno de ellos, el que estaba más cerca de la puerta del establo, no habló, permaneció mudo a todas las réplicas que hacían sus compañeros.

Ethan miró al silencioso encapuchado y éste levantó un punto la cabeza, aparentemente nada, pero ese pequeño gesto dejó ver una sonrisa burlona. A Ethan le recorrió un escalofrío por toda la espalda. Ese hombre le daba muy mala espina, más aún que los otros tres juntos.

El encapuchado se volvió a sus compinches y les dijo una sola frase que hizo entrar en pánico a Ethan.

-          En el establo.

Los otros tres se volvieron rápidamente hacia el que había pronunciado esas tres palabras y, como si de cuervos oliendo carroña se tratasen, asaltaron la puerta del establo.

El joven no pudo moverse del sitio, ya que el encapuchado de la sonrisa cruel se había acercado a él sigilosamente mientras los demás entraban en el granero y le había colocado una daga a la altura del cuello.

-          Si os movéis, no dudaré en mataros, Sir Ethan – anunció en un pequeño susurro burlón.
-          ¿Quién sois?
-          Mejor que no lo sepáis, hacedme caso, y de la chica a la que tan asiduamente perseguís, también será mejor que os vayáis olvidando… - le amenazó en el mismo tono inquietante de voz.
-          ¿Qué vais a hacerle? – preguntó con una nota de terror el joven.
-          Ellos quizá nada, lo más probable es que ni la toquen un solo pelo.
-          ¿Y tú? – inquirió Ethan mientras se escuchaban unas risas de triunfo en el granero.

El encapuchado soltó una sonora carcajada que heló hasta la última terminación nerviosa de Ethan.

-          Por vuestro bien, si estáis tan obsesionados con la muchacha, será mejor que no os lo cuente.

Y volvió a reírse con fuerza hasta que entraron sus compinches. A Ethan cada vez le parecía más que la primera impresión que había tenido sobre la estructura del grupo no había sido la correcta. Tenía la impresión de que el verdadero cabecilla era el que tenía detrás de sí y no el que se había dignado a hablar al principio.

-          ¡Señor! – exclamó uno afirmando lo que acababa de pensar Ethan - ¡La tenemos! ¡Es ella!

Iritia estaba aún inconsciente en los brazos del que había hablado, con su largo pelo cayendo en cascada. A Ethan le dieron ganas de gritar de frustración. Ella no debía estar en esos brazos, sino en los suyos.

-          ¿Lo habéis comprobado? – le preguntó el cabecilla sin soltar a Ethan.
-          ¡Sí, señor! En los dos hombros, tiene la marca.
-          Perfecto. Vámonos. – ordenó con autoridad.
-          ¿Qué hacemos con él? – preguntó otro señalando al muchacho que aún tenía agarrado del cuello su jefe.
-          Dejad a la chica amarrada a mi caballo, iros vosotros, estáis liberados de vuestra causa y dejadme a mí a… Sir Ethan.
-          Está bien, señor, ha sido un placer. – con eso los dos más jóvenes pusieron pies en polvorosa, mientras que el que primero había hablado se acercó dos pasos hacia donde estaban ellos.

Les miró, primero a Ethan, o por lo menos eso intuyó él, ya que con la capucha que llevaba no se le veía el rostro, y luego al que tenía detrás.

-          Has sido digno sucesor de tu padre, has terminado lo que él no pudo. – y con eso se arrodilló ante él y se fue tan rápido como los otros.

Por un momento todo se quedó en absoluto silencio, en la sala solo estaban ellos dos y el cadáver de la pobre mujer que había intentado advertir a Iritia, pero no había conseguido salvarla.

-          ¿Qué haréis con ella? – volvió a preguntarle Ethan.
-          No sabéis nada de con quién habéis estado fantaseando estos meses, sir Ethan, no sabéis nada…

Y con eso, como si de un fantasma se tratase, el encapuchado se había ido.

Ethan corrió todo lo que pudo hacía la salida de la casa; pero, cuando llegó a fuera solo consiguió ver cómo se perdía una figura negra montada en un caballo del mismo color con Iritia en su regazo.

Ethan la había perdido sin haber llegado a saber nada de ella. Y lo único que retumbaba en su cabeza era la última frase del encapuchado.

“No sabéis nada de con quién habéis estado fantaseando estos meses, sir Ethan, no sabéis nada…”

martes, 10 de mayo de 2011

Capítulo III

Susanne

Sonó un gran estruendo cuando el cubo de hierro golpeó a la gran cantidad de cacharros que había en la esquina del establo.

-          Maldita sea ella y todo lo que la rodea – mascullaba entre dientes un joven apuesto mientras iba, cual toro embravecido, hacia uno de los purasangres que había en el edificio.

El caballo era un precioso ejemplar zaino, alto y con músculos definidos. Un semental. Estaba nervioso, pero, al ver a su dueño enfurecido y poniéndole con fuerza la silla pareció que el garañón se calmó un poco.

Rápidamente el jinete se subió y espoleó al caballo. Como todos los días realizó la ruta a la que estaba acostumbrado desde hacía algo más de una estación. Recordó que la primera vez que la había visto yendo hacia el molino, la nieve ya estaba casi desecha, pero aún quedaban algunos restos entre las zarzas que ya se estaban deshaciendo con los primeros rayos del sol de la mañana.

Él, como siempre, había ido con Zagor, que así se llamaba su semental, a dar el paseo de la mañana antes de tener que ocuparse de lo que su padre le pidiera. Cuando había tomado otro camino que daba hacia un pueblo algo apartado pero igualmente vecino, se había encontrado con el río y con ella.

Su pelo caía en cascada por su espalda, hasta la altura de su cintura y llevaba una canasta con ropa apoyada en la zona derecha de su cadera. Nada más verla, lo único en lo que pensó fue en que quería que estuviera en su lecho, solo para él. Pero ella se había dado la vuelta y ese rostro le había cautivado aún más que su cuerpo.

La muchacha tenía las facciones finas y la nariz delgada, los ojos grandes y la boca pequeña con labios carnosos. Quizás, engordando un poco más, los carrillos de ella adquirirían algo más de porte y le darían un poco más de alegría a su menudo rostro.

La joven se apartó el pelo de la cara pasándoselo por detrás de la oreja, haciendo que un mechón quedara suelto, rebelde e impulsando al joven a querer recolocárselo.

El muchacho había tenido que hacer acopio de todo su autocontrol para no saltar el río con su caballo y secuestrar a la desconocida joven, tras ello se la hubiera llevado a algún recóndito lugar para saciar las necesidades más bajas de su cuerpo.

Agitó la cabeza intentando que el deseo que había comenzado a crecer en él con el simple recuerdo de la muchacha se evaporara. No lo consiguió pero, por lo menos, su cabeza se quedó en blanco y el semental recorrió de forma magistral el camino al que ya estaba acostumbrado.

Muchas veces le había parecido que la odiaba, con todas sus fuerzas. ¿Cómo una simple campesina le podía hacer eso a él? ¿Cómo podía ocupar su cabeza durante tanto tiempo? Todos los días se sorprendía a si mismo pensando en ella, en su perfecto cuerpo y en su rostro angelical. Y después se reprendía por no tener a ninguna otra beldad de las que había en la corte en su cabeza. Esa muchacha le había robado la cordura y, probablemente, ¡no tendría más de diecisiete años! Él, que ya era un caballero armado por el mismo rey y que su padre era, ni más ni menos, duque. Su familia llevaba en la corte desde hacía no mucho, ya que anteriormente la corona era ostentada por una familia de miserables que no hacían más que enemistarse con el actual rey y con todos los que le rodeaban. Afortunadamente todos fueron asesinados por unos locos campesinos a su cargo hacía ya más de una década.

Cuando llegó la encontró, como siempre, arrodillada en el río lavándose la cara, igual que el día anterior en el que, por fin, había podido hablar con ella, había podido dirigirle la palabra e intentar que ella se quedara encandilada con su aspecto físico, el cual había cautivado a muchas mujeres, tantas que ya no se acordaba de cuantas beldades habían pasado por su lecho.

Dejó escondido a su caballo, no quería que la joven viera al semental, no sabía porqué pero intentaba hacer todo lo posible para que ella no se diera cuenta de la posición social que ocupaba él.

-          ¿Cómo es que los ángeles se dejan ver dos veces seguidas? – preguntó el joven sin poder remediar el intento de volver a entablar una amena discusión con ella, puesto que lo que habían hablado el día anterior había sido más una disputa que otra cosa…

Ella sonrió, se giró hacia él y le miró con una de sus perfectas cejas levantadas como símbolo de que seguía siendo escéptica a sus halagos. La muchacha era difícil, pensó él, con esas dos frases ya habría dejado a otras muchas implorando por saber su nombre o habrían entablado alguna conversación bastante interesante. Ella, en cambio, ni se había dignado a decir una palabra que no fuera en contra de su ego.

-          ¿Cómo es que los idiotas vuelven a caer dos veces en el mismo pozo? – preguntó ella en contra partida. Esa mujer no hacía otra cosa que insultarle, pensó el joven, y él no hacía otra cosa que pensar en su perfecto cuerpo.

-          Será porque se quedaron ciegos con tanta belleza, y ahora no ven donde están los pozos que clama el ángel.

-          ¿Quieres dejar de llamarme ángel? No lo soy ni lo pretendo. ¿O acaso tengo un par de alas blancas a la espalda y una belleza sobrehumana? – preguntó exasperada ella intentando deshacerse de Ethan, recordó que así se llamaba él.

-          Puede que alas no, o por lo menos yo no las veo – volvió a la carga el muchacho con una sonrisa – pero que eres una beldad divina eso no se puede discutir.

Ella puso los ojos en blanco, se había cansado ya de tanta perorata sin sentido.

-          ¿Se puede saber qué es lo que quieres de mí?

Esa había sido, claramente, la pregunta equivocada, o quizás, la más acertada en ese momento. Ethan ya no lo sabía. Ya no sabía si quería tenerla una noche, o un mes, ya no sabía si prefería deleitarse con sus labios y su cuerpo o si también le encantaba su lengua viperina. Esa joven le hacía replantearse demasiado y con solo dos charlas de menos de tres frases, y, lo que es más, ¡aún no sabía su nombre y ya estaba haciéndole dudar de sus objetivos!

-          Te lo diré si me dices tu nombre. – repuso él tranquilamente acercándose a ella.

La joven se echó dos pasos hacia atrás. Frunciendo el ceño, pensó en las posibilidades que tendría de salir corriendo con el cesto de mimbre en el que llevaba la ropa, había algo de ese muchacho que no la inspiraba confianza, algo la ocultaba, algo quería, y no sabía el qué. Por lo tanto mintió, ¿qué iba a hacer si no? Y se preparó por si debía salir corriendo.

-          Susanne – dijo el primer nombre que se le pasó por la cabeza, no sabía porqué pero ese le gustaba, le recordaba a los prados de margaritas y al sol de verano.

-          ¿Te puedo llamar Sussie? – preguntó él con picardía.

-          No. Soy Susanne, ni Sussie, ni derivados. – le respondió mordazmente. - ¿me vas a decir ahora qué pretendes?

-          No pretendo nada. Solo deleitarme con tu belleza y, si eso te molesta, me reprenderé a mi mismo pero no podré dejar de hacerlo puesto que mis ojos no soportarían vivir en un mundo de oscuridad después de haber visto semejante luz. – expuso el joven intentando parecer sumamente compungido, si no hubiera sido noble, quizás, habría sido juglar pues tenía talento para las frases apropiadas y el teatro.

La muchacha sonrió dulcemente. “¡Por fin!” pensó el joven. Pero, nada más sonreír, sus ojos se volvieron burlones y soltó una tremenda carcajada.

-          ¡Maldición! ¿Qué más he de hacer para conseguir a esta desvergonzada muchacha? – se reprochó entre dientes el joven noble.

-          ¿Ethan, no? – preguntó Susanne ajena a lo que el chico acababa de mascullar.

-          Sí.

-          No tengo una belleza tan grande como para dejar ciego a alguien. – expuso tranquilamente – Y, lo más importante, puede que sea joven; pero no tengo la ingenuidad que crees que poseo como para creerme lo que has dicho. Además, me has retrasado y has gastado en balde mi precioso tiempo, así que ahora debo ir con prisas.

Y con eso agarró el, ya característico, cesto y se lo puso, como siempre, a la altura de la cadera. Se dio media vuelta y se marchó a buen ritmo.

Ethan se quedó al lado del arroyo, con el sonido del agua retumbando en sus oídos y la figura de Susanne perdiéndose. En ese momento se le ocurrió seguirla, no le bastaba ya con verla contadas veces al lado de un simple riachuelo, quería saber dónde vivía, si conocía a alguien más, si era mercader, o una simple lavandera… Quería saberlo todo de ella, esa muchacha sería suya costase lo que costase.

Se aseguró rápidamente de que su caballo estaba bien escondido entre toda la espesura del bosque que había justo en el otro extremo del arroyo y se apresuró a seguir a la esquiva muchacha.

Después de quince minutos a un paso ligero llegaron al prado de trigo y a una pequeña casa de madera con una ampliación en su costado derecho, quizás un pequeño granero o un establo ínfimo, para un solo caballo, tal vez.

La joven pareció ver algo anormal, ya que en cuanto estuvo al costado de la casa soltó rápidamente el cesto, dejando toda la ropa tirada y el capazo de mimbre dando vueltas sobre sí mismo.

El joven se apresuró a seguir a la muchacha al interior de la modesta casa, y lo que le aguardó dentro no se lo esperaba en un páramo tranquilo y apartado como era aquél.

Todo estaba patas arriba, las sillas estaban destrozadas y había trozos de madera por todas partes. Parecía que había pasado un vendaval, un vendaval con espadas. Al entrar a una pequeña sala, parecía la sala de estar, se encontró con una escena aún más desoladora. Una mujer, de unos cincuenta y tantos años estaba tumbada en el suelo, respirando dificultosamente y empapada en sangre, sangre que emanaba de su estómago. Susanne estaba intentando incorporar a la mujer mientras lloraba y se balanceaba hacia adelante y hacia atrás… La desesperación y la impotencia reverberaban en toda la sala.

-          Brigie, no, por favor, madre, no… - imploraba la joven a la moribunda.

-          Hija, debes saber algo. – dijo en un susurro casi inaudible la mujer.

Ethan se escondió aún más detrás del marco del arco que separaba la cocina de esa estancia.

-          No, madre, no hables, te pondrás bien…

-          Sabes que no lo haré, así que calla y déjame decirte esto, es vital que lo sepas. – repuso con autoridad la mujer – Lo primero, cuando salgas de aquí, corre, huye todo lo lejos que puedas, coge el dinero de la tabla suelta del suelo que he estado almacenando y vete de aquí – tosió – no reproches, hazlo. Y, lo segundo, debes saber, Iritia, que no eres hija mía. Te quiero y te quise como si lo fueras, pero no lo eres, tus padres fueron asesinados, ellos… - la mujer volvió a toser con fuerza, balbuceó tres palabras imposibles de entender y su trabajosa respiración se paró para siempre.

Un fuerte alarido de dolor retumbó en las paredes y el llanto de Susanne, o Iritia, como la había llamado esa mujer, se hizo aún más fuerte y desgarrador. El muchacho entró corriendo en la sala, dejando su pequeño escondite y abrazó a la muchacha, la cual forcejeó al principio pero luego se dejó consolar por los fuertes brazos de Ethan. Se quedaron allí durante dos minutos, abrazados, hasta que a ella se le acabaron las lágrimas. Se levantó y se fue a la tabla que le había indicado Brigie, cogió un saquito de monedas, miró hacia el joven y, antes de que pudiera decirle nada, un sonido de cascos de caballos hizo entrar en pánico a Susanne, haciendo que se desmayara sin que Ethan viera una razón aparente.

miércoles, 13 de abril de 2011

Capítulo II

Secretos, encuentros, sonrisas...

El sol incidía, ardiendo, en su espalda y en su nuca, haciendo que el trabajo resultara aún más arduo de lo que ya lo era.

La muchacha se apartó el largo pelo azabache de la parte posterior de su cuello y se incorporó durante unos segundos, soltando un suspiro de cansancio y retirándose el sudor de la frente. Luego, sin quejarse, volvió a la tarea de recoger el trigo. Pronto tendría toda la cosecha recogida y podría hacer lo que realmente le gustaba, ponerse en la calle central y vender el pan recién hecho, le encantaba vender, le entusiasmaba el ambiente que había en el pueblo.

Hacer buenos negocios, regatear y, lo mejor, administrar bien el dinero junto con relacionarse con la gente, era lo más emocionante para ella. Siempre le había gustado trabajar con números y con gente y eso le ofrecía las dos cosas. Probablemente ser señor feudal o conde también selo ofreciera, pero ella había nacido siendo campesina y, además, mujer, las posibilidades, por mucho que le pesara, eran nulas.

Suspiró de nuevo, solo le quedaba un cuarto de hectárea. El trabajo estaría terminado esa jornada, casi de seguro.

Aceleró el ritmo, quería acabar eso cuanto antes. Estaba recogiendo las últimas briznas de trigo cuando oyó como su madre la llamaba.

-          ¡Iritia! ¡Hora de comer!

-          ¡Ya voy mamá! – gritó en respuesta la muchacha.

Puso los últimos brotes en la cesta de mimbre que tenía a su lado y se encaminó, cargando con el pesado cesto, hacia la casa que estaba al lado del campo de trigo. Cuando llegó dejó el saco en el establo y acarició a su yegua, Daisy. No era un caballo pura sangre ni nada por el estilo, pero la ayudaba a arar la tierra y la servía de compañía cuando su madre debía irse. Que era bastante a menudo.

Entró en la casa por la puerta trasera y le llegó, nada más atravesar la puerta, el olorcillo de la sopa de su madre. Se le retorcieron las tripas por el hambre.

-          ¡Niña! ¿Eres tú? – preguntó con una nota de terror, siempre pasaba lo mismo. Por muchos años que llevaran allí, su madre siempre tenía miedo de que alguien pudiera entrar.

-          Sí madre. ¿Quién si no?

-          Deja de hacer preguntas tontas y ven a comer que te estás quedando como un palillo y así no te querrá ningún mozo. – le replicó mientras se sentaba y le ponía un cuenco en el sitio en el que ella debía comer.

-          No quiero casarme, madre, ya se lo he dicho muchas veces. Me apaño bien por mí misma, no necesito a ningún hombre que me diga lo que debo hacer ni que me tome como una posesión suya. – respondió la joven con acritud y seriedad.

-          No es si quieres o no, la cuestión es que te vas a casar, te estoy dando a elegir, puedes decidir con quién pero, escúchame bien jovencita – le dijo al ver que ella había agachado la cabeza e intentaba no escucharla – cuando tengas diecinueve años te casaré yo si no has elegido aún pretendiente, avisada quedas.

-          ¡Por Dios, madre! ¡Tengo diecisiete años!

-          Ya deberías estar casada, o, por lo menos, prometida. Fin de la discusión. – terminó severamente la mujer.

Iritia miró fijamente a su madre, aguantándole la mirada.

Era una mujer recia y fuerte, de hombros anchos y caderas grandes. No era muy alta, ella le sacaba más de una cabeza, claro que la muchacha era una de las jóvenes más altas del pueblo. Su madre era bajita y tenía el pelo rubio oscuro, como si un montón de ceniza le hubiera caído en la cabeza y tiznado el pelo. Sus ojos eran pardos y pequeños, siempre cautelosos y vivos, aunque parecían poseer un velo perenne de tristeza.

Tenía pequeñas arrugas en la zona del rabillo del ojo y gruesos pliegues surcaban su rostro curtido por el sol. Probablemente había sido una joven hermosa y despampanante, algo de eso seguía ahí, pero bañado por el efecto impasible de la edad.

La mujer, que tenía unos cincuenta y tantos años, miró cautelosamente a su hija. Era guapa, eso era innegable. Alta y delgada como un junco, quizás demasiado, si seguía así se la llevaría el aire de lo delgada que estaba. Su cara era un pequeño óvalo enmarcado por su larga melena negra y lisa, la cual le llegaba ya hasta la cintura. La mujer había intentado cortársela como llevaba haciendo desde que era pequeña; pero, últimamente, la muchacha no había cedido a ello.

Tenía los ojos azules, muy azules, tanto como el cielo. Eran grandes y estaban llenos de vida, alegría y tesón. Era terca como una mula pero dulce y suave como la miel cuando quería, cuando no, podía ser más ácida que el mismo limón. Ella siempre intentaba reñirla y hacer que su afilada lengua se contuviera; pero la joven hacía oídos sordos y, muchas veces, se encontraba en grandes problemas por sus ganas de decir lo que pensaba sin tapujos. Algo que no le estaba permitido, no si quería vivir sin problemas.

La mujer llevaba consigo el secreto de esa niña, ahora muchacha, un secreto que ni la misma joven sabía. Esa caída se había llevado, hacía ya mucho tiempo, los recuerdos de la, entonces, pequeña niña. Cuando la niña se había despertado, creyó, inmediatamente, que quien tenía delante era su madre, y, la mujer, tan deseosa como había estado de tener un hijo, no había podido contradecirla nunca. Esperaba llevarse el secreto a la tumba; aunque eso repercutiera en demasiadas cosas.

Después de haberse estado observando cautelosamente la una a la otra, Iritia se levantó pausadamente, dejó su cuenco vacío en la encimera y se marchó al molino.

La mujer suspiró, esa niña sería siempre tan terca como su padre pero tan buena de corazón como su madre. Miró al cielo y rezó, como siempre hacía, porque no tuvieran que volver a encontrarse con los encapuchados a los que ella misma engañó.

Iritia había llegado, con una carga abundante de trigo en su cabeza, al molino del pueblo. Llevaba, en un bolsillo oculto de su faldón, unas cuantas monedas para pagar al molinero, con suerte, volvería pronto a casa y podría empezar a cocer el pan mañana, y, por la mitad del día siguiente podría venderlo.

Cuando llegó al molino se encontró con que el hombre que siempre estaba allí, hoy había decidido retrasarse. 
El señor Welson no solía llegar tarde a su puesto nunca, siempre estaba allí cuando el sol llegaba a la mitad de su recorrido.

La muchacha miró al cielo y se dio cuenta que era ella la que había llegado pronto y no el molinero tarde. Al sol le faltaba una cuarta para estar en el centro, así que se sentó en la rivera del río que pasaba allí cerca y esperó pacientemente a que fuera algo más tarde.

Dejó el cesto de mimbre a su lado y se dispuso a lavarse un poco la cara y la nuca, quería refrescarse. Se arrodilló y metió las manos en el agua cristalina y fresca. Se mojó la cara, se apartó el pelo y con una mano se echó agua en el cuello. Se sentía algo mejor, tenía demasiado calor.

En ese momento notó como alguien la observaba. Abrió rápidamente los ojos y se giró velozmente. Sus azules esferas se toparon con una figura alta y semioculta entre los matorrales. La sombra estaba agazapada, ella entrecerró sus ojos e intentó vislumbrar qué o quién era.

-          ¡Sal de ahí! – le gritó al desconocido.

Ella escuchó una risa entrecortada en respuesta, pero la sombra hizo lo que le había pedido y se enderezó, avanzó hasta ella y se puso a cierta distancia, pero ya le daba el sol y ella pudo ver que era un hombre apuesto. Mucho a decir verdad.

Era de espaldas anchas y fuertes, piernas largas y ágiles y tenía un pelo rubísimo, que relucía aún más cuando los rayos del sol lo inundaban. Su cara era como la de una estatua de mármol, con mandíbulas anchas y, a la vez, tenía dulzura en su rostro. Sus pestañas eran largas y enmarcaban unos ojos miel preciosos.

Iritia se quedó sorprendida de la belleza del joven, miró a sus ojos y quedó encantada. Sintió como una ola de calor y felicidad la inundaba. Ese joven, con una sola mirada, sin haber dicho ni una palabra, la había hechizado. Así sin más. Y ella supo que estaba perdida.

Entonces, él, abrió la boca, pronunció tres palabras estúpidas y ególatras y lo estropeó todo.

-          Puedes cerrar la boca, te entrará alguna mosca que esté de paso – dijo con chulería el muchacho.

-          Y a ti puede que te entre dolor de cabeza de tan subidos que tienes los humos – respondió ella con acidez cogiendo el cesto y levantándose para irse hacia el molino.

-          ¡Eh, espera! – le gritó él.

La muchacha paró y le miró por encima de su hombro, sin darse la vuelta.

-          ¡Dime tu nombre!

-          ¿Para qué lo quieres saber? – le preguntó ella con desdén.

-          Para saber a qué ángel rezar por la noche – respondió con una sonrisa de suficiencia el chico.

Ella se fue agitando la cabeza y sin responder al apuesto desconocido. Interiormente se iba riendo por la frase tan bien pensada del joven.

-          ¡Por si te interesa el mío es Ethan! – le gritó cuando ya casi no le escuchaba.

Iritia llegó al molino aún riéndose y con las mejillas encendidas por la conversación con Ethan. El señor Welson se dio cuenta, pero no dijo nada. La juventud podía estar contenta por tantas cosas y él sabía que la testaruda Iritia no se dejaba encandilar por ningún muchacho de la zona, era demasiado independiente y crítica, podría haber sido reina, porque con ese carácter.

La joven se despidió del molinero y llegó a su casa, se recogió el pelo con un lazo y se puso a hornear el grano molido en el horno de la fragua que había cerca del establo. Eso sí, no dejó de pensar en si volvería a ver a Ethan, ese muchacho la había intrigado demasiado…

lunes, 11 de abril de 2011

Capítulo I

Encapuchados y sombríos

-          ¡Iritia! – se escuchó gritar a una voz femenina. - ¡Iritia!

      Una mujer corría con expresión de pánico hacia una pequeña figura escondida entre los matorrales. La pequeña niña temblaba de miedo e intentaba acurrucarse todo lo que podía sobre sí misma, pegándose, a su vez, a la dura corteza del árbol que tenía detrás.

-          ¡Iritia! – volvió a gritar la mujer que corría al encontrar a la pequeña en aquel estado. - ¡Reacciona, niña, tenemos que irnos de aquí, ahora!
    
      Al ver que la niña seguía sin reaccionar, la mujer miró a ambos lados con los ojos como si fueran saltamontes, desplazándose de un lado a otro a una velocidad asombrosa, barriendo toda la pradera en segundos.

      Después de recorrer con la mirada todo el paisaje se volvió hacia la niña y la zarandeó intentando que entrara en reacción. No surtió efecto. La pequeña parecía en shock. Algo la había traumatizado hasta ese punto de pánico.

-          ¡Iritia, vamos! – le volvió a gritar con desesperación la mujer - ¡Alteza, por favor, responda!

      Por fin, la niña pareció reaccionar después de varios intentos por parte de la mujer. La cual la abrazó sollozando y la cogió de la mano. La pequeña no entendía mucho la situación, solo sabía que tenía miedo, mucho miedo y que ese sitio era seguro para ella. Sobre todo después de ver cómo  gritaba su madre y su padre intentaba protegerlas a ambas. Ella había salido corriendo porque su madre la había empujado hacia un pequeño túnel secreto.

      La mujer, ataviada con un vestido de lino grueso, característico de la servidumbre de la corte, la seguía zarandeando mientras miraba de un lado a otro, parecía esperar a alguien. Tiró de nuevo de la pequeña mano instándola a andar con prontitud. Ella sabía que ya habían perdido muchísimo tiempo, y que la niña había logrado escapar de ese horror gracias a su madre y a su gran instinto. Pero ahora tenían que huir de allí o el tiempo que habían ganado habría sido en balde, y la muerte de su marido también.

      La mujer dejó ir una lágrima por el recuerdo que eso le había provocado. Tener que ver como su marido, con solo sus manos desnudas, se enfrentaba a varios hombres encapuchados y armados con largas y afiladas espadas había sido demasiado para ella. Lo único que le había podido decir antes de morir había sido “Te amo. Sálvala, la quieren a ella”. Y, entonces, había comenzado a correr como si tuviera al demonio detrás de sus talones; aunque le había dado tiempo a responderle con otro “te amo” igualmente cargado de sentimientos.

      Volvió a tirar de la mano de la niña, haciendo que se levantara y comenzara a andar. Después de otra mirada hacia atrás comenzaron a correr mientras empezaba a escucharse un rumor de cascos de caballos al galope.

-          ¡Oh, Dios mío! – exclamó atemorizada la mujer intentando aumentar el ritmo.

      Pero las pequeñas piernecitas de la niña no la permitían ir más rápido y los jinetes encapuchados se les iban acercando peligrosamente.

      Cuando estuvieron casi a la altura de ellas, uno soltó una tremenda risotada que inundó los corazones de la niña y la mujer de miedo y les dio fuerza para intentar correr con más velocidad.

      No había escapatoria. La mujer miró hacia atrás, los tenían prácticamente encima. Miró hacia el lado, el bosque. ¡Eso es!, pensó. Y llevó a la niña en volandas hacia la espesura.

      Los jinetes las seguían, pero entre tantos árboles y musgo no podían llevar a sus caballos al galope, como sí lo habían hecho en la pradera.

      Entonces, cuando la mujer creía que lo iban a conseguir, la niña tropezó con una de las raíces, con tan mala suerte que fue a parar su pequeña cabecita contra una roca que había en medio del suelo, haciendo que la pequeña perdiera el conocimiento.

-          ¡No! – volvió a gritar la mujer preocupada, tanto por la niña como por los jinetes. - ¡Iritia, despierte! Por favor…

-          ¡Apártese, mujer! – exclamó una voz gruesa detrás de ella, haciendo que se girara a encararla y, con su cuerpo, proteger así a la inconsciente Iritia. - ¡Y no la haremos daño!

-          ¡La tocaréis por encima de mi cadáver, desalmados! – le gritó valerosamente en respuesta la mujer.

      Había cuatro jinetes enmascarados montados en garañones negros, parecían los cuatro jinetes del apocalipsis, y el reguero de dolor que habían dejado atrás no hacía sino afirmar su parecido con esos jinetes abominables.

-          ¡Deje libre nuestro camino, denos a la niña y no le haremos daño! – repitió uno de ellos, parecía muy joven.

-          ¡La niña es mi hija! – mintió rápidamente la mujer.

-          ¡No mienta! – volvió a gritar el joven - ¡Sabemos quién es, así que dénosla!

-          ¡No! – gritó la mujer con desesperación - ¡Es mi hija! ¡Lo juro!

      Uno de los caballos, el más oscuro de ellos, avanzó y estuvo a punto de pisar con sus grandes pezuñas a la mujer, la cual, estoicamente, se mantuvo en su sitio sin moverse un centímetro.

-          Está bien, mujer. – anunció el más mayor – Si la niña tiene la señal de nacimiento que la caracteriza en el hombro, es nuestra y estáis muertas, si no, nos iremos como si no hubiéramos estado aquí.

      La mujer tragó en grueso, la descubrirían. La niña tenía esa marca en el hombro izquierdo, desde pequeña la tenía, un lunar blanco en forma de luna. Solo tenía una opción, enseñarles el hombro derecho con decisión.

-          De acuerdo.

      Con eso cogió a la niña y les enseñó con seguridad el hombro derecho, limpio, sin marcas. Los caballeros dudaron, estaban completamente seguros de que esa niña era la que buscaban, pero, no había duda, no tenía la marca característica.

-          Ha tenido suerte, nos iremos ahora, continúe su camino y no mire atrás, pues puede que sea lo último que haga. – la amenazó duramente el anciano.

      Y con eso se fueron. La mujer suspiró de alivio y estuvo escuchando atentamente hasta que las quejas del joven encapuchado se acallaron y todo volvió a estar en silencio, en ese momento, con algo menos de pesar en su corazón y con menos angustia, comenzó un camino sin saber dónde lo terminaría.

      Y la niña, la cual iba dormida en sus brazos, tampoco tenía idea alguna de cuál sería su futuro, uno lleno de determinación e ideales…